Desde que Londres inaugurara el primer sistema de metro a mediados del siglo XVIII el subsuelo ha sido el espacio en el que concentrar las infraestructuras que la ciudad tradicional no ha podido soportar en superficie. La densidad que aumenta sobre la rasante se compensa con un sistema de vacíos que incluye redes de alcantarillado y de agua corriente, cableados eléctricos, pasajes peatonales y autopistas, sótanos y cimentaciones profundas, aljibes e incluso recónditas cámaras acorazadas.
El subsuelo es el medio hostil, oscuro y poco ventilado por el que se viaja a gran velocidad, en el que las comunicaciones se cruzan de forma caótica para conectar el mundo aparentemente ordenado que se levanta por encima.
Desde que los arquitectos franceses Edouard Utudjian y Eugéne Hérard trataran el urbanismo subterráneo por primera vez, las ciudades se han abierto en canal y las nuevas tuneladoras siguen perforando el subsuelo bajo nuestros pies. El nuevo concepto de urbanismo no puede reducirse a una simple planimetría, tiene que ampliarse por tanto a una concepción tridimensional del uso del espacio, o al menos a una combinación de tres niveles: superficie, altura y subsuelo.
La tierra sobre la que vivimos ha sido el sustrato sobre el que se ha acumulado la historia de quienes antes lo pisaron. Sus capas se han llenado de restos arqueológicos como si fueran páginas de un libro. Sin embargo hoy, nuestra historia se escribe con vacíos que atraviesan el pasado.