Será por su carácter humanista y artístico, pero también técnico, que la arquitectura no entiende de recetas. Si la pensamos como una disciplina que se dedica a modificar el espacio que habitamos, su alcance combina usos y formas que serán, como nosotros, cambiantes. Podríamos decir que en la arquitectura el proceso lo abarca todo.
Proceso como disciplina generativa, -el ámbito creativo en el que trabaja el arquitecto-, en su fase constructiva, -cuando se materializa- y proceso también si la entendemos como producto realizado, porque si cobra sentido al envolver el espacio que habitamos, éste se transforma siempre con nuestra presencia, ya que tendemos a personalizar nuestro entorno. La arquitectura, cuando es flexible, transciende y encierra un significado que siempre se puede reinterpretar.
Desde que se formula el deseo de construir algo hasta que éste se hace realidad son muchos los agentes y factores que intervienen. La parte que le corresponde a la arquitectura es pequeña pero fundamental, ya que supone el germen, se encarga de redactar las instrucciones y comprobar que se siguen. Podríamos decir que el arquitecto, lejos de producir edificios, tan sólo genera una documentación útil, una especie de semilla que condensa en el interior todo su potencial para, si se dan las condiciones óptimas, convertirse en obra.
El desarrollo está muy condicionado por esta particularidad, no se puede trabajar directamente sobre la obra, tan sólo a través de los documentos que la definen. El dibujo es una abstracción útil que ayuda a la imaginación, una representación a escala que no contiene el carácter emocional de un espacio habitable, aunque permite controlarlo técnicamente. Las imágenes y maquetas son medios visuales de persuasión, ayudan a mostrar gráficamente el potencial del proyecto, pero tampoco reflejan fielmente la realidad.
Centrándonos en la parte creativa del proceso, la concepción del proyecto arquitectónico no es sólo la búsqueda de una forma estética, sino un ejercicio de predicción del comportamiento humano. Y es que los arquitectos trabajan en el futuro, imaginando una realidad que no existe aún. Su trabajo responde a un encargo, motivado por una necesidad, un sueño, un deseo fruto de la ilusión de algún cliente.
Pronostican, como si pudieran adivinar, movimientos, necesidades, crecimientos y emociones a nivel social e individual. Los acotan, los ordenan y los envuelven de arquitectura. Es por esto que a diferencia de la obra artística –como decía Adolf Loos- la obra arquitectónica debe de simpatizar con todos, porque todos somos usuarios del espacio al ocuparlo.
El planteamiento del problema tiene a menudo un nivel de complejidad variable, no sólo por el tipo de espacio que se proyecta y su uso, sino también por el alcance temporal que tendrá la obra y su capacidad de adaptarse al contexto, renovarse y transformarse en el futuro. Adentrarse en los aspectos que acotan el proyecto es un ejercicio de aprendizaje del que luego derivan las intenciones, el concepto. Sin embargo la solución a estas premisas será siempre aproximada, y dará lugar a varias interpretaciones.
El proceso creativo tiene un componente emocional importante, es, en definitiva, un ejercicio de diseño, lo que supone un método de ensayo y error en el que, -al contrario del método científico-, se improvisa. Una técnica que puede aprenderse pero no enseñarse, que se adquiere con la experiencia y que difícilmente se puede describir.
Se visita el lugar, se delimita la intervención, se analizan las necesidades, se clasifican, distribuyen y agrupan en categorías, se estudia el contexto, se busca una geometría, se investigan soluciones constructivas, se presupone, se miente, se encajan las piezas, se juntan de nuevo y se reclasifican, se deforman, se estiran, se giran y se superponen, se ajustan unos números, se calcula el parámetro, se sacrifica lo menos importante, se cumplen unas normas, se combina lo que estaba separado, se comprueba, se salta de lo general a lo particular, se sigue una forma para luego romperla, se empieza de nuevo por el principio, la mitad o el final. Se busca el equilibrio, se resuelve la fórmula.
El proceso creativo no puede entenderse de manera lineal, sino como un conjunto de ideas y sucesivas versiones que, como apunta Bjarke Ingels, compiten en una especie de selección natural por convertirse en la opción finalista. La generación de una idea definitiva produce por tanto una gran cantidad de ideas secundarias. Cada nueva versión será resultado de copiar, adaptar o combinar opciones anteriores. El residuo se recicla y retroalimenta junto con referencias y opiniones otros procesos para seguir buscando lo nuevo, la combinación desconocida.
La obra arquitectónica, como cualquier otra manifestación artística, no puede entenderse como resultado de un solo autor. Incluso en su fase proyectual, las disciplinas se cruzan, las experiencias se comparten y el resultado es siempre una composición con diversas influencias. Los arquitectos pueden aportan una enfoque global, guiar al equipo y definir un criterio a la hora de tomar decisiones, de impulsar el proceso selectivo.
El carácter social de la arquitectura transciende por tanto del producto al proceso. Se crea para y por una colectividad. La arquitectura aporta una visión humanista que se complementa y nutre con otras disciplinas.
Artículo incluído en la publicación ‘Process‘, de editorial Damdi.